De Santa Teresa de Jesús a la celebración del cuerpo. De la opresión religiosa a la del amor carnal y humano. Ese es el viaje que realiza Patricia Guerrero en Catedral, obra que puso el flamenco al nivel, no sólo del mejor teatro, también de la mejor novela del siglo XIX, y que empleó con igual acierto la poesía mística y las letras populares, cogiendo del flamenco su parte agónica.
Guerrero, vestida de negro, con atuendo de dama victoriana y moño apretado abre la historia con una pose y una estética propias de La Regenta, protagonista de la novela de Leopoldo Alas Clarín que lleva ese nombre y que narra la historia de una mujer de provincias casada por conveniencia con un hombre mayor que ella. Guerrero sigue el hilo de esa historia, un lugar común que desarrolló con buenos elementos escenográficos y un nivel de baile excelente y a la que sólo le faltó un poco más de riesgo para calificarla como perfecta.
Pero la referencia en Catedral no es sólo La Regenta, mujer que se enamora de un sacerdote de la iglesia a la que acude cada día. Las referencias también hay que buscarlas en las novelas góticas inglesas, sobre todo cuando aparecen dos monaguillos que igual cantan gregoriano que profieren sonidos diabólicos que enloquecen a Guerrero. Esos toques de locura los ilustró la bailaora cambiando el ritmo de su baile, sincopando los palos y su cuerpo, como si se volviera loca.
De diez estuvo el cuerpo de baile, formado por Maise Márquez, Ana Agraz y Mónica Iglesias y de cum laude la alianza con Juan Dolores, director de escena con el que Patricia ha encontrado al mejor decorador que podía tener para narrar Catedral. El decorado de templo gótico, la excelente composición musical creada por Juan Requena y Agustín Diassera, la percusión, la hondura espeluznante que le puso José Anillo a los cantes, los vestidos de Laura Capote, los bailes, todo, mostraron a la perfección las dos caras de la fe: la que promete la trascendencia y engrandece los espíritus y la parte que controla lo humano convirtiendo los cuerpos en pecado. Sobre todo el de mujer.
Porque algo de reclamación hubo en esas cuatro féminas que luchan por salir de la cárcel que es esa Catedral en la que viven, que quieren amarse, amar, bailar y soltarse el pelo pero hay hombres vigilantes que lo impiden. Poco a poco lo consiguen y Guerrero lo retrata yendo de la soleá por bulerías a la seguiriya y de la seguiriya al tango, de los ropajes monjiles al camisón sugerente y al vestido grana provocativo.
La suya es la narración de un cambio, la transmutación de un alma que huye de las cadenas, una metamorfosis en la que colaboran hasta los vestidos, de los que se despojan las bailarinas como si fueran gusanos liberándose del capullo que los convertirá en mariposas. Guerrero lo bailó todo, no se dejó nada, no paró un momento. A sus 26 años muestra una madurez técnica, conceptual y plástica sorprendente. Fue maravillosa en los giros de cabeza, en los movimientos de sus interminables manos, en los remates, que hace con fuerza pero sin furia. Lo puso todo de ella y el público lo agradeció con una ovación interminable.
La única pega del espectáculo estuvo en su catarsis, demasiado comedida para una narración tan poderosa. Aunque la historia quedó clara, no se percibió la fatiga física y mental que supone luchar contra las convenciones, saltárselas o burlarlas. Para hablar de una batalla tan cruda todo quedó demasiado limpio y demasiado controlado. Le hubiera ido mejor un clímax más atrevido y que Guerrero se liberara del todo para sacar a las mujeres de esa catedral en la que se las encierra con la promesa de una vida plácida.